No-ficción.

La llamada no-ficción hace algún tiempo pertenecía a las periferias de lo que se conocía como buena literatura. Ubicada en un terreno demasiado alejado para la crítica literaria, se la miraba con desprecio, cuando no con duda o con simple indiferencia. La no-ficción limitaba su alcance creativo al campo del periodismo; género muchas veces dejado afuera de las consideraciones literarias, pues en apariencia no responde a ningún goce estético, sino apenas a una necesidad informativa: el periodista reporta, el escritor crea.

Lo particular en esta cuestión radica en el hecho que muchos de los grandes escritores iniciaron sus carreras en las salas de redacción de un periódico. Es el caso de García Márquez, y de Tom Wolfe, sólo por nombrar dos ejemplos radicalmente lejanos. Ambos dieron sus primeros tecleos para reportar la realidad en la que vivían. García Márquez escribió cantidades de reportajes –sus textos tienen personajes imposibles, o cotidianos, lugares extraños, como salidos de una pesadilla– que fueron al final la semilla que dio vida a sus más grandes obras, o más importante aún: realizar este trabajo de no-ficción, de reporte, ceñido a ciertos parámetros de tiempo y de enfoque, de cierta objetividad, le proporcionó el mejor entrenamiento para lo que sería su “estilo” como escritor.

Una narración extraordinaria contada con la seriedad investigativa del mejor reportero. Aquí sin darnos cuenta, aparece una de las figuras más sobresalientes, padre del cuento moderno, pero también en su momento, periodista: Edgar Allan Poe.

Muchos de los cuentos de Poe inician como un reportaje, dando al lector fecha y datos reales (o en apariencia) que nos dan la sensación de verdad, cuando lo que se busca es crear el terreno para lo maravilloso. La llamada no-ficción más que un paraíso de mediocres sin genio, fue la escuela ideal para muchos de los que hoy consideramos maestros literarios.

Quizás el ejemplo más conocido donde los límites entre la no-ficción y lo que se podría denominar como literatura, sea el de “a sangre fría”. Capote narra en esta obra un suceso real (el asesinato de una familia), los datos que aporta, los testimonios, nombres, locaciones, los hechos, todo está ceñido a una labor que podría describirse como periodística. Capote no adhiere nada a la crueldad del homicidio cometido, los cuerpos amarrados, la descripción de las habitaciones, todo es puesto tal como es. Entonces, ¿por qué “a sangre fría” es considerada una de las obras maestras de la literatura? Un hecho descrito, una realidad que es puesta sin alteraciones en el papel.

Esta obra de no-ficción trasciende todas las fronteras marcadas, quizás por una razón: la manera en la que está narrada la historia, el “estilo” de Capote. La forma. El hecho es claro: el homicidio a una familia, dos asesinos, capturados en cierto punto, sentenciados a la horca, esta ejecución se demora, pero es inevitable. Sin embargo, el “cómo” narrativo, que es decir: la forma, el punto de vista empleado. Es el genio narrativo de Capote el que hace inolvidable esta novela. No se conforma con reportar el hecho, nos hace vivirlo, nos sitúa ahí, hace que sintamos simpatía u odio. Esta obra para talleres de redacción, lo mismo que para talleres de escritura creativa, es de un valor incalculable.

En la discusión entre el “qué” y el “cómo”, lo meramente objetivo o subjetivo, la esencia literaria se encuentra en la capacidad del escritor de hacer inolvidable lo que se está narrando, sea un partido de fútbol, una subasta de muebles, o la caída del muro de Berlín, depende de los ojos del escritor. La no-ficción pasa todo límite cuando trasciende la mera información, y atiende a la forma. Se ha dicho muchas veces que la realidad es más rara que la ficción, quizás por eso es que las crónicas periodísticas hoy en día tienen tanto lector, porque además de ir a la caza de una realidad estrambótica-cotidiana, buscan hallar la magia en los detalles, y lo hacen a través de una narración cautivante.

Escritor: Julio Balcázar