El número de lectores de poesía es escaso. Sólo un 0,5% reconocía leerla en España en 2012, según la encuesta sobre los Hábitos de Lectura y Compra de Libros realizada por la Federación del Gremio de Editores de España. En 2011 el porcentaje era el doble. A falta de los datos del año pasado, parece que la cifra no va a mejorar. La lectura de poesía quizá es una cuestión de lectores y escritores de poesía (y de editores de poesía, que en casi todos los casos son escritores o lectores). Es, lo que se podría llamar “una secta”: son pocos los iniciados, heterodoxos, sin líder… pero que parecen abocados a una muerte (literaria) común. El año pasado, por ejemplo, no había ni un solo libro de poesía entre los más leídos o comprados.
Paréntesis. Breve y ligero estudio sociológico sobre la lectura. Tomemos la muestra más simple por estar más a mano: la gente que lee en el metro (muestra engañosa, por supuesto, como todas las muestras). ¿Quiénes leen? Cada vez más (en 2012 en toda España leían en el transporte público casi un 17% y sólo en Madrid el 35%, y era el segundo lugar preferido después del hogar). ¿En qué formato? En todos los posibles (el 58% de los lectores ya lo hace en digital). ¿Quién lee poesía? Podríamos decir, como muestran las cifras antes comentadas, que no la lee (Casi) Nadie.
Paréntesis dentro del paréntesis. ¿Recuerda, querido lector (hipócrita lector, mi semejante, mi hermano) aquella campaña de fomento de la lectura que consistía en que en las paredes de los vagones del metro de Madrid figuraban unas pegatinas con fragmentos de textos literarios? Sí, dirá. ¿Recuerda a algún poeta que formara parte de esta campaña? No contestará. No porque no los haya, que los había, sino porque (casi) nadie los ha leído. El verso provoca un rechazo. A (casi) nadie le gusta lo que parece sin hacer del todo. Las rimas son juegos de niños, algo poco útil, cursi y difícil para un lector acostumbrado a lo práctico, la inmediatez y la superficialidad.
Vuelta del segundo paréntesis. (Casi) Nadie lee poesía en el metro. Ni en el autobús. Ni siquiera en un ámbito bucólico, ni en el parque del Buen Retiro de Madrid (imaginen a las parejas en las famosas barcas recitando “A galopar/ a galopar/ hasta enterrarlos en el mar”, por pensar en algunos versos acordes a la situación). La poesía queda para los interiores de las casas, los clubes nocturnos oscuros, las bibliotecas llenas de polvo… La poesía es la literatura abandonada. Los lectores de poesía son arqueólogos que tratan de buscar en las librerías las (ínfimas) secciones dedicadas a este género, escondidas tras estanterías o reemplazadas por otras secciones más técnicas (de cuyos nombres no quiero acordarme).
Se suele hablar del lector de poesía como un rara avis. Quien sostiene esto no va muy desencaminado, porque éste parece leer a picotazos. Muchas veces deja saltar de la boca partes del alimento. Esa reflexión no es continua, como sucede con la prosa, en la que el lector avanza pero no vuelve sobre el verso, no re-versa. Es una lectura que podríamos llamar desordenada. Y, sin embargo, tiene el orden que el lector considera, convirtiéndose así en autor, en copartícipe o coautor de la obra, porque, por ejemplo, dentro de un poemario puede elegir el orden de leer los poemas o decantarse por leer y releer solamente un verso (o dos) y obviar el resto.
Cuando uno lee elige, selecciona. No es casualidad que el verbo leer provenga de la palabra “lectura”, que, en su raíz etimológica, lo haga del indoeuropeo *leg/*log, que significa “escoger”. La lectura rompe su pasividad porque es algo elegido, escogido (se entiende que por un alguien). Con la lectura, a diferencia de con el transporte público, el lector no es llevado en un viaje como una maleta del punto A al punto B. El lector transborda, cambia, redirige sus movimientos por el poema. Quizá busca el trayecto más corto porque va con prisas. Quizá el más largo para disfrutar del viaje. Quizá prefiera bajar una parada antes para caminar hacia el destino porque hace un buen día.
Paul Valéry escribió, basándose en una idea de Malherbe, que la poesía (su lectura y escritura, cara y cruz de la misma moneda) se asemeja a la danza mientras que la prosa se parece más a la marcha. La prosa tiene un objetivo y siempre va hacia delante, tratando de alcanzarlo. Como completa Octavio Paz en El arco y la lira: “Relato o discurso, historia o demostración, la prosa es un desfile, una verdadera teoría de ideas o hechos.
La figura que simboliza la prosa es la línea: recta, sinuosa, espiral, zigzagueante, mas siempre hacia adelante y con una meta precisa” Mientras, el poema no va a ninguna parte, lo que persigue, para Valéry (si es que persigue algo) es “un objeto ideal, una voluptuosidad, un fantasma de flor”… A esta definición le añade de nuevo Paz lo siguiente: “el poema, por el contrario, se ofrece como un círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se repite y se recrea”. No parece descabellada la idea de una poesía que circula, como el viajero cuando se desplaza en el transporte público. El viajero se desplaza dos veces: en cuerpo y mente.
Igual que los cuentos, por su brevedad, pueden ser el gran género para leer en el transporte público, un solo verso puede dar cobijo a un lector durante todo el recorrido de una línea circular. Aquí, la circularidad del trayecto se compensa con la del poema. Y el lector, como Ulises en uno de los grandes poemas épicos clásicos, puede emprender la vuelta a casa, sin tener que haber respondido a la nueva pregunta del cíclope (¿quién lee poesía?) de la siguiente manera: (Casi) Nadie.
Escritor: José Luis Dacal Picazo