¿Qué nos hace pensar? Hannah Arendt y Sócrates

En el volumen Thinking de su obra The Life of the Mind, podemos encontrar algunas de las reflexiones de Hannah Arendt en torno a la actividad de pensar, actividad que había generado en ella una inmensa inquietud después de su asistencia al juicio del criminal nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. En ese juicio Arendt, interesada en el perfil psicológico del acusado, se encontró con un personaje que “no evidenciaba signos de convicciones políticas, raciales o ideológicas sólidas y profundamente arraigadas que constituyeran las motivaciones (malvadas) de sus actos (cf. 30). Este “diagnóstico” llevó a Arendt a preguntarse por la posible relación entre el pensamiento y el mal moral. Arendt pensó que la actividad de pensar como tal –al margen de sus contenidos específicos- puede “condicionarnos” contra el mal (cf. id. 31). No es mi propósito examinar esta tesis de Arendt. Quiero ocuparme de la respuesta que ofrece a otra pregunta íntimamente relacionada con esta cuestión, presente también en el volumen mencionado: ¿Qué nos hace pensar?”. Pero primero tendremos que aclarar el sentido de la pregunta.

“¿Qué nos hace pensar?” Al plantear esta pregunta Arendt no interroga por los objetivos que se buscan al emprender la actividad de pensar. Y es que la actividad de pensar es una empresa que se lleva a cabo por ella misma, sin miras a conseguir resultados específicos. Detrás de esta actividad no se encuentra una meta concreta, sino “la necesidad por indagar el significado de lo que existe o acontece”. No hay ningún otro “motivo” más que este.

De modo que cuando Arendt pregunta “¿Qué nos hace pensar?” esta necesidad esta presupuesta. Luego, ¿cómo debemos entender esta pregunta?

Las actividades mentales –pensar, querer, juzgar- se caracterizan por su invisibilidad: no pueden ser vistas, tocadas, olidas, etc.; es decir, el Yo que piensa, quiere y juzga nunca se manifiesta en el mundo de las apariencias (cf. 71 y 189). No obstante, que estas actividades sean invisibles no significa que ocurran en otra dimensión del ser o en una esfera suprasensible o algo así. Estas actividades tienen lugar en el mundo fenoménico y concretamente en individuos que participan de ese mismo mundo. Siendo invisibles -pero teniendo lugar en el mundo de las apariencias- estas actividades suponen un retiro deliberado del mundo fenoménico –“un repliegue de la presencia del mundo en los sentidos (94)”-, posible en virtud de la facultad de la mente de tener presente lo que está ausente para los sentidos (cf. 75).

En esta dirección Arendt señala cómo entender la pregunta en cuestión: “(…) el yo pensante vive oculto (…); la pregunta “¿Qué nos hace pensar?” inquiere por las formas y medios para sacarlo de su escondite, provocándole, por así decirlo, para que se manifieste (190)”. La pregunta, como vemos, no inquiere por las causas o motivos del pensamiento, sino por los medios para provocar su interrupción en el orden de la vida ordinaria.

La irrupción del pensamiento no puede entenderse como una aparición del yo pensante en el mundo fenoménico, pues el pensamiento “no sólo es invisible en el estado latente de simple potencia, sino que, incluso cuando se actualiza, permanece como no manifiesto” (90). Al plantear esta pregunta Arendt está pensando en qué circunstancias el Yo pensante se ve forzado a interrumpir la cotidianidad y reflexionar sobre lo que en ella sucede, dirigiendo deliberadamente su atención de manera reflexiva hacia un acontecimiento o hecho concreto. La pregunta, según entiendo, inquiere por esas circunstancias que fijan a alguien en una disposición reflexiva.

Sócrates
Para abordar la pregunta Arendt propone pensar en un modelo de pensador no profesional que una “en su persona dos pasiones aparentemente contrarias: el pensamiento y la acción –no en el sentido de (…) establecer pautas para la acción, sino en el más pertinente de sentirse igualmente en casa en ambas esferas y ser capaz de moverse de una a otra con la mayor facilidad aparente” (190). Y el modelo de pensador por excelencia es, en su opinión, Sócrates. Hemos de buscar en el ejemplo de la práctica filosófica socrática la respuesta a nuestra pregunta.

Los diálogos Socráticos, señala Arendt, tienen la siguiente estructura:
[T]odo el mundo sabe que hay gente feliz, actos justos, hombres valerosos, cosas bellas que mirar y admirar; el problema empieza con nuestro uso de los nombres, derivados presumiblemente de los adjetivos que vamos aplicando a los casos particulares a medida que se nos aparecen (…), esto es, con palabras como felicidad, valor, justicia, etc., que hoy denominamos conceptos. (…) Estas palabras son inseparables de nuestro lenguaje cotidiano y, sin embargo, no podemos dar cuenta de ellas (193).

El método socrático consiste en hacerle ver a su interlocutor que sus presunciones y opiniones sobre lo bueno y lo malo, al ser aplicadas a casos o situaciones particulares, prueban no haber sido analizadas suficientemente ni elaboradas con el cuidado que merecen al concernir a tan importantes asuntos. Al empezar el diálogo, el interlocutor de Sócrates, exponiendo sus creencias y opiniones, se compromete con ciertas premisas. En la medida que el diálogo avanza a través de sucesivas preguntas y respuestas, Sócrates pone en evidencia un conflicto entre las premisas con las que inicia su interlocutor y las opiniones que subsecuentemente sostiene. Este conflicto descubre su precipitación al asentir y aferrarse a opiniones que no ha examinado profunda ni exhaustivamente.
Y he aquí la respuesta a la pregunta “¿Qué nos hace pensar?”: el reconocimiento de que se desconoce lo que se creía conocer es condición, si bien no suficiente, sí necesaria para iniciar una investigación: “(…), los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que los es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar” (El banquete, 204 a).
El mérito del método socrático es precisamente poner al interlocutor en una situación tal que no pueda seguir creyendo que sabe lo que realmente no sabe, obligándolo a investigar y examinar el asunto o, por lo menos, a no presumir de algo que no posee; podríamos decir, obligando a su Yo pensante a manifestarse o, lo que es lo mismo, a detenerse en el discurrir de su cotidianidad y pensar: “Así pues, Sócrates (…) no es un filósofo (no enseña nada ni tiene nada que enseñar), ni tampoco un sofista, pues no aspira a convertir en sabios a los hombres . Se limita a enseñarles que no lo son, que nadie lo es” (196).

La respuesta a “¿Qué nos hace pensar?” se condensa en la metáfora del pez torpedo con la que Sócrates describe su actividad. El pez torpedo es un pez que, paralizado él mismo, paraliza a los demás si con él tienen contacto. Sócrates, perplejo él mismo, hace perplejos a los demás, mostrándoles cuán volubles son sus conceptos e ideas, así como el lenguaje del que disponen para captarlas y comunicarlas. Únicamente perplejos ante el mundo que nos rodea nos vemos abocados a pensar. Y sólo al provocar la perplejidad y el extrañamiento ante el mundo es posible, de acuerdo con Arendt, enseñar a pensar.

Bibliografía:
Arendt, H.
La vida del espíritu
Bernstein J.
Arendt on thinking. Cambridge University press.2000

Autor: Julián Harruch Morales