En el caso de Barcelona en la década del 90 la situación no era grave al compararla con otras ciudades europeas. No obstante, en períodos anteriores de fuerte inmigración (1940 y 1970) recibió decenas de miles de inmigrantes, lo que sin duda planteó problemas graves de alojamiento y adaptación.
Precisamente como hemos planteado el contexto actual de crisis económica también ha generado conflictos en el grado de aceptación al inmigrante dentro de la sociedad. Si en situaciones económicamente favorables la población inmigrante puede acomodarse en la ciudad sin graves tensiones, aunque desde luego en peores condiciones que los nativos o los que llegaron antes, es lógico pensar que en situaciones de crisis los conflictos se agudicen. La crisis económica actual ha disparado las cifras de paro, lo que ha generado importantes problemas de exclusión social y espacial, que afectan de forma importante a los inmigrantes.
Es de destacar que la actitud ante los inmigrantes – y ante los pobres- no es hoy distinta a la que existió en el pasado. Así, durante la crisis de los años 1930, autores como Vandellós llamaban la atención sobre los peligros y amenazas que para «las cualidades raciales» de los catalanes representaba una inmigración tan poderosa como la de los murcianos.
La paradoja es que, por un lado esos trabajadores inmigrantes se siguen necesitando ya que el país ha visto descender la tasa de natalidad hasta extremos que atentan contra el mantenimiento de su población. Al mismo tiempo se necesita mano de obra para determinados empleos poco deseados por los nacionales, pero que siguen siendo indispensables para el funcionamiento de la industria informal o de los servicios de poca calificación, dado los bajos salarios que se les pagan y la flexibilidad en cuanto a las regulaciones. Sin embargo, por otro, han surgido sentimientos de xenofobia y de temor ante ellos.
Desde luego, en cualquier sociedad se necesitan normas sociales comunes y principios éticos aceptados por todos. Por un lado se debe procurar que los inmigrantes acepten el marco legal y constitucional del país, que debe ser un marco con separación estricta de la iglesia y el Estado, y en donde las creencias religiosas queden reservadas a la conciencia personal de cada persona.
Por otro lado, se ha planteado que hay que superar las acciones de simple control social para diseñar políticas más integradoras y ambiciosas. Esto significa, por ejemplo, invertir en la educación de los inmigrantes, no solo el nivel primario sino con acceso a los niveles superiores de la enseñanza. Además se debería asegurar que no estén en precariedad laboral y que tengan derecho a salarios semejantes a los de los nativos. Esto unido al aseguramiento de las prestaciones sociales básicas y los recursos públicos y privados imprescindibles. En general se deben aceptar en su cultura, y evitar el sentimiento de que son rechazados, excluidos, marginados o subvalorados en sus costumbres e idiosincrasia.
Resumiendo, el futuro de la migración (y de las minorías étnicas) y el de las ciudades están estrechamente asociados. El mantenimiento actual de la inmigración tiene que ver en gran medida con los desequilibrios internos y de la economía mundial, con la acumulación de riquezas en algunas regiones, especialmente en las ciudades grandes, y el mantenimiento de estructuras atrasadas y pobres en otras. El hecho de que existan «pueblos hambrientos y tierras despobladas» próximas a ellos indica la trascendencia de estos desequilibrios demográficos.
Ante esto y ante el aumento de la migración hacia ciudades como Barcelona, tal vez una opción inteligente sería adoptar una actitud favorable hacia la multiculturalidad, hacia la integración y la formación de una sociedad plural. En ese sentido serán decisivas las políticas estatales y locales respecto a la integración de los inmigrantes, desarrollo urbano, desarrollo económico, y gestión de los conflictos. Pero es conocido que son decisiones difíciles, y por tanto se incrementan los retos que tenemos por delante.
Autor: Moises Bolekia
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