Reflexión a propósito de la obra Temor y Temblor de Søren Kierkegaard

La obra denominada Temor y Temblor, del filósofo Søren Kierkegaard fue escrita en 1843 bajo el seudónimo de Johannes de Silentio, uno de los tantos sobrenombres asumidos por el filósofo danés, para evitar las contraindicaciones y enjuiciamientos erróneos y propios de la época.

Esta es una de las obras de juventud del filósofo existencialista, en donde se evidencia gran parte de su teoría filosófica, que posteriormente y con más profundidad alcanzará la plenitud en su texto, El Concepto de Angustia (1844). Allí muestra claramente el estado de angustia como fruto del pecado original y de sus respectivas consecuencias. Así pues, en Temor y Temblor encontraremos una de las ejemplificaciones más claras de lo que será esa angustia de la que nos habla Kierkegaard.

Ahora bien, encontrarnos por ejemplo el caso de Abraham quien es seleccionado por Dios para conformar aquel pueblo elegido, que más adelante según lo dicen las escrituras, será la cuna del hijo hecho carne al que conocemos como Jesús de Nazaret. En efecto, aquel hombre es sometido a la prueba más grande que se le puede pedir a un digno y fiel representante de Dios en la tierra. Así pues, a este gran y humilde servidor, se le ha pedido que lleve a cabo una labor que pone a prueba no sólo su papel como creyente, sino como padre de Isaac.

Para quienes desconocen la historia será preciso contarla de nuevo:
Abraham es el esposo de Sara, quien a su vez es reconocida por el deseo profundo que tiene de traer al mundo un primogénito, hecho que perecía casi imposible por su impedimento físico (esterilidad). Sin embargo, tras las súplicas de Abraham y de la misma Sara a Dios, quien en su infinita misericordia y haciendo oído a los ruegos de aquello tan anhelado, decide concederles aquel tesoro que tanto deseaban, sin importar la edad bastante madura y añeja que los dos poseían. Es así como Sara ya entrada en años da a luz a su querido, deseado y anhelado primogénito, a quien llamaron con el nombre de Isaac.

Isaac con el pasar de los años se convierte no sólo en el deseo más profundo de sus padres, sino que también es el orgullo de Abraham, no sólo por ser un excelente hijo, colaborador, trabajador incansable y fiel seguidor de las ordenes de su padres; sino por ser el heredero tanto de sus bienes terrenales, como de su bienes espirituales y sus responsabilidades con Dios.

Empero, como ningún obsequio divino es dado por azar o sin fin alguno. Dios, aquel dador de vida, pide a su súbdito que le devuelva aquello que él mismo en un acto de compasión le había proporcionado. Así es como Abraham es presionado a subir al monte Moriah donde debía llevar a cabo aquello que ante los ojos de cualquiera se podría llamar asesinato, pero que ante los ojos de la religión, de Abraham y al parecer del mismo Dios, es solo una muestra de fe y de creencia absoluta en el creador y su palabra divina. Esto quiere decir que todo el acto en sí es una muestra de fe; desde el momento en que inicia el ascenso a la cima, hasta aquel en donde se encuentra en ella empuñando el cuchillo con el que pretende llevar a cabo el acto fatídico. No obstante, así debe ser. Por este motivo, Abraham el padre no titubea y sigue las instrucciones como si en su corazón estuviese seguro que Dios lo detendría y evitaría la muerte de su amado hijo y de paso su condena como asesino.

No obstante, juzgar a Abraham no es más que una absurda confusión y equivocación. Pues él últimas, lo que él pretende es complacer a su creador, a su Dios quien le exige una muestra de fidelidad, de entrega a su creencia y a su amor en él. Así que juzgarlo de asesino sería erróneo y hasta debatible, pues se le podrá acusar de falto de carácter, de ingenuo de crédulo y hasta de fideista, pero nunca de parricida. Si fuese preciso culpar a alguien, ese debería ser a Dios, al menos al de esta historia, pues es él quien finalmente lo lleva a hacer el intento de homicidio. Ahora bien, si se le ha de juzgar de algo a Abraham ha de ser de una completa confianza frente a su creencia y su Dios. Él finalmente no duda ni un segundo frente a las instrucciones, que perfectamente y de forma malintencionada podrían tomarse como un delirio suyo, el cual lo habría podido llevar a cometer un acto atroz.

De esta forma, en su texto, Kierkegaard realizará un análisis detallado de este caso, con el fin de limar cualquier tipo de sospecha frente a la fe de este “caballero de la fe”, como el mismo lo denomina. Es decir, de aquel que no sólo lo sacrifica todo, sino además confía en que lo recibirá de vuelta. Su fuerza es la fuerza de lo absurdo, de su creencia a ciegas y de su fe enraizada profundamente en su corazón. Este caballero, según el filósofo danés, debe ser transformado en otro tipo de hombre que no sólo actúa por fe absurda sin ser consciente del hecho y el dolor que este le causa, sino que por el contrario será: un «caballero de la resignación infinita», es decir, aquel que es capaz de desordenar todo por una gran causa y convivir con el dolor que eso le produzca,

Posteriormente al análisis, el filósofo llega al clímax del asunto y ahondar en un nuevo punto, como lo es el temor y la angustia. Estas dos son según Kierkegaard el resultado de aquella exigencia hecha por Dios hacia Abraham, por lo que se cuestiona lo siguiente:
1. ¿Puede Dios alterar el orden ético establecido? (Esto es, ¿puede ser considerado «bueno» el intento de Abraham de sacrificar a su hijo, dado que, a pesar que fue un mandato divino, el sacrificio humano es éticamente inaceptable?)
2. ¿Existe una obligación moral absoluta de cumplir con la palabra de Dios?
3. ¿Es defendible desde un punto de vista ético que Abraham quisiera esconder su propósito a Sarah, Eleazar e Isaac?

Estos interrogantes como lo mostrará el autor en su texto, buscan comprender no sólo el hecho y al individuo (Abraham) que lo ejecuta, sino que además van más allá, hacia un análisis moral y ético que permita realizar un juicio justo de un creyente acérrimo. Quien como único fin establece un obedecer sin condiciones y sin reproches a las exigencias y leyes de su creador. Sin embargo, no es a este caballero de la fe que se evidencia en Abraham el que nos interesa. Sino que por el contrario, será aquel caballero oculto en él, que habita en la resignación, que siente el dolor y más que eso el temor y la angustia. Angustia no de avanzar hacia un fin incierto, frente a lo que le deparará a Isaac por sus propias manos; sino de aquello que le deparará a él mismo si no lleva a cabo lo que su Dios le pide.

En efecto, aquel temor y aquella angustia no serán otras que el sentimiento implícito en Abraham, ya sea por temor a fallar a su Dios y no seguir sus órdenes, por miedo a pecar y ser castigado o por temor a no ser premiado en el más allá. Así pues, este hecho lo angustia y lo llena de miedo a no ser lo que Dios quiere de él y al más mínimo error o duda terminar no sólo perdiendo la bendición del creador, sino que de paso perder a su amado Isaac. Así pues, estas y otras discusiones que se me escapan serán las que se encuentran al interior de este maravilloso texto.

Empero, este texto que les habla no pretende ser un resumen ni mucho menos un comentario al libro, sino que la pretensión va mucho más allá, pues finalmente lo que se pretende es alentar un interés por la lectura de una obra maravillosa que está lejos de ser la cantidad de herejías pronunciadas en este escrito. Así que, no espero que se le ignore por completo, pero tampoco que se le tome como una regla de medición al texto. Sino que sea visto simple y llanamente como una interpretación más de un lector que reconoce con gusto la maravilla de la obra del gran filósofo danés Sören Kierkegaard.

Leonardo Neusa Romero
Licenciado y profesional en filosofía
Corporación Universitaria Minuto de Dios