Se trata de una denuncia de la miseria social del hombre a través de un relato alegóri-co de resonancias dantescas; un viaje onírico, delirante, por los paisajes de la memoria, por esa infancia perdida en la bruma del pasado, que sirve sin embargo para criticar el mundo presente –final de los años treinta, con la Guerra Civil española como rumor de fondo y el fascismo de Mussolini campando a sus anchas por Italia.
El relato subjetivo del protagonista, Silvestro, arranca con un capítulo-prólogo en el que confiesa ser presa de “abstractos furores” por el género humano perdido. Este saber produce inmovilidad y desesperanza en Silvestro, digamos que es un furor que no le ha-ce bullir la sangre. Recibe entonces una carta de su padre informándole que ha dejado a su madre por otra mujer, y le propone que vaya a visitarla a Sicilia –Silvestro vive en Milán– en lugar de mandarle una postal como cada año por su santo –el 8 de diciembre, puesto que su madre se llama Concezione. Se trata de los días previos, ya que Silvestro decide coger el tren hacia Sicilia, como quien decide irse a dar un paseo, arguyendo la razón de haber olvidado mandarle la postal a su madre, siendo ya demasiado tarde para hacerlo. Así, como si fuera el designio de una fuerza superior al individuo, Silvestro ini-cia ese viaje hacia la Sicilia de su infancia, una Sicilia que no se corresponde con la lo-calización geográfica, sino más bien con ese trozo de la memoria, individual y colectiva, que ha de ser recuperada para la lucha presente.
Desde su mismo inicio, se deja ver en el estilo de Vittorini que se trata de un viaje alegórico, una suerte de aventura onírica, delirante, casi surreal; y se hace notar este ex-tremo en las conversaciones, en las repeticiones continuadas de numerosos diálogos, frases y palabras que se despegan de las situaciones para abarcar a la humanidad toda, y en los personajes que pueblan la novela, en los nombres que Silvestro se inventa para caracterizarlos, en los pocos datos descriptivos que de ellos nos ofrece el narrador, ape-nas unos pocos trazos con los que poder identificar una idea, representándose a sí mis-mos como también algo más que a sí mismos. También a veces los personajes devienen sombras, así los enfermos a los que Concezione pone inyecciones, o el propio Silvestro cuando con el afilador, el hombre Ezequiel y Porfirio caminan hacia la taberna: otros fuimos sombras, yo creía haber entrado en un conciliábulo de espíritus (1989: 168, final del capítulo XXXVII) consciente.
Porfirio habla del aguaviva como curación de los males del mundo. Aguaviva remite en la novela a Acquaviva, el lugar donde residía la familia de Silvestro cuando su madre estuvo con otro hombre, un caminante a quien Concezione cura de sus males, ofrecién-dole todo lo que necesita sin que lo pida. Agua viva también será el vino que los hombres beben en la taberna-sepulcro, que los desnuda y cura las heridas, sino del mundo, al menos de los hombres: Entraron más hombres […] y bajo la bóveda sombría no había más que vino desnudo a través de los siglos y hombres desnudos en todo el pasado del vino, desnudo tufo de vino, desnudez del vino (1986: 171).
Así, sufriendo por sus males personales y sufriendo por el dolor del mundo herido, estaban juntos en el desnudo sepulcro del vino y podían ser como espíritus, alejados por fin de este mundo de sufrimientos y heridas. Sentados en el suelo junto al brasero los dos jóvenes sin vino lloraban (1986: 173, final del capítulo XVIII) tumba: sé en las noches de mi abuelo, en las noches de mi padre y en las noches de Noé, en las noches del hombre, desnudo en el vino e inerme, humillado, menos hombre que un niño o un muerto (1986: 179, capítulo XL).
Así, en una noche fría y oscura, azul, como la morada de Lucifer en la Commedia, Silvestro, desarmado por el vino, golpeado por los fantasmas del pasado, recordando las representaciones shakespeareanas de su padre –adueñándose de los fantasmas, encar-nándolos– se encuentra, en el valle de los muertos, con un espectro, un soldado muerto al que no consigue ver en la oscuridad, al que sólo oye en sus lamentos, “terrible voz” entre las tumbas, entre las luces sin claridad de los muertos. Se trata de una aparición, su hermano muerto en la guerra española. Recuerda, ve –su hermano muerto–, cuando eran niños y jugaban, y amaban el mundo; mejor, lo hace ahora, puesto que ya no hay tiempo cronológico para un espíritu, para el inconsciente cualquier huella se actualiza, se hace presente, viva. En esa ensoñación, los muertos de toda la historia representan las accio-nes que los hicieron famosos (referencia a los Triomfi de Petrarca), todos representan su muerte mientras no hayan sido escritos.
A medida que la novela avanza el ambiente se parece cada vez más a una realidad mental del protagonista, a su visión, a su sueño, a su delirio: Dormí todo el resto de aquella noche y olvidé, pero cuando desperté era todavía de noche. Cenizas frías envolvían, en el hielo de sus montes, a Sicilia, y el sol no había salido, ya no saldría. Era de noche sin la calma de la noche, sin el sueño; en el aire había cuervos; de los tejados, de los huertos salía de cuando en cuando un disparo (1986: 195) va se convierte en una alegoría de la humanidad, pero no precisamente de sus bondades.
Los cuervos son precisamente aves de mal agüero, siniestras; las cenizas que envuelven el cielo, que impiden que el sol salga, son poco menos que tinieblas, frías como el nú-cleo del infierno dantesco. Silvestro sale a pasear y los cuervos lo persiguen, le pregun-tan por qué llora –se ha encendido el cigarro que no pudo coger su hermano muerto en el cementerio–; empieza a seguirle la gente que se encuentra por el pueblo, también to-dos aquellos que se ha encontrado durante el viaje, desde el hombre de las naranjas has-ta el Gran Lombardo, nueva referencia a Dante, ideal de hombre fuerte, por encima de la media, que tiene en mente “otros deberes”. Todos le siguen como a Jesús, le dicen que no llore. Él les dice que duerme la mona. Después llegan a una estatua de bronce, una mujer desnuda, dedicada a los hombres caídos, muertos, y el hermano de Silvestro termina por hablar a través de él: “Ejem…”.
Por si no fuera suficiente este final totalmente descorazonador, Vittorini añade un epílogo absolutamente desconcertante en el que vuelve por última vez a casa de su ma-dre (tras la escena de la estatua) para despedirse, y ella está lavándole los pies a un hom-bre viejo –nueva referencia bíblica–, y descubrimos que es su padre, avejentado, hasta el punto de que Silvestro piensa que es su abuelo, o el viandante de Acquaviva. Conversazione in Sicilia es una novela alegórica, cada personaje está cargado de la humanidad toda, cada escena, cada conversación, evoca pasajes de la literatura universal (Las mil y una noches, la Biblia, la Commedia, Petrarca) y de los autores anglosajones a los que Vittorini admiraba y traducía, desde Hemingway a Defoe.
Como dice Calvino en su artículo “Vittorini: proyecto y literatura”, al autor le interesa el hombre como pro-ducto histórico, por eso los personajes rezuman momentos lejanos actualizados en el presente; y también le interesa el punto de vista desde el que uno mira el mundo, lo que ve y cómo lo ve, por eso la obra trata una visión particular del mundo de manera alegó-rica, universal, puesto que un hombre no es un hombre sino lleva en sí a la humanidad toda. Es por esto que los personajes sufren por el mundo herido –ofendido según la más reciente traducción–, porque no pueden ser felices si hay alguien que sufra. Porque la ofensa al mundo es el daño que los hombres se hacen entre sí a sí mismos.
Escritor: Jonathan Muñoz García