Rio de concreto.

Para este escrito quisiera hacer un puente personal entre la vida del campo y las experiencias con los ríos y las prácticas realizadas en el centro de la ciudad de Bogotá por donde paradójicamente pasa un rio “invisible”, el rio San Francisco, el cual transita por debajo de nosotros en la avenida Jiménez y del cual muchos desconocen su historia, pues hoy en día está debajo de la ciudad y no queda rastro visible para quienes transitamos por este sector.

La ciudad es algo tranquilo para mí, porque siempre estuve acá, he viajado pocas veces por pocos días, y no fue necesariamente al campo, y así me ha gustado siempre, me acostumbré a esta vida, que es perfecta para mí cuadriculada forma de ser. Pero tengo que aclarar que por más acostumbrada que esté de vivir en la ciudad y de sentirme “como pez en el agua”, acá, hay lugares que no son los más tranquilos del mundo, y el centro de Bogotá es uno de ellos.

Si hacemos una comparación ente ambos tipos de vida, en el campo y en la ciudad, podemos notar que uno no está tan distante del otro, las sensaciones que producen en las personas están tomadas de la mano, en mi caso personal, las voces de las personas en el centro de Bogotá son mi silencio del campo, cuando no escucho nada me pregunto qué pasa, me pregunto si todo está bien, y mi ambiente cambia por completo. Los peces que me pasan por los pies estando en el rio son las personas que me pasan por el lado que se atraviesan en mi camino, o que no van a mi propio ritmo y me incomoda que estén ahí, porque si fueran al lugar a donde voy y a mi propia velocidad entonces no los notaria, pero cada quien en el centro y en el rio va a su propio ritmo y eso es tanto caótico como tranquilo, pues en ocasiones, el ver que no pasa nada estando dentro de la ciudad resulta un tanto confuso.

Pero, ¿cómo no sentirse en un rio estando dentro de la ciudad? cada vez que entramos en el centro de este caótico ambiente nos estamos lanzando al agua esperando no tocar el fondo, deseando que los tumultos de personas no nos arrastren hacia donde no queremos ir, y esperando salir bien librados de las experiencias que vivamos allí, en este ambiente desconocido del que tenemos que estar siempre alerta. Y, ¿quién dijo que viviendo en el campo no sentiremos la presión de lo caótico? El vivir en un ambiente campestre no nos garantiza tranquilidad, o acaso, ¿ordeñar una vaca deseando que su instinto no nos quiera patear y tumbar de la butaca forma parte de una vida tranquila? Nuestro deseo de supervivencia nos llevará a acoplarnos en el lugar en donde estemos, entonces ahora, el horario de nuestras vidas se convertirá en el que dicte el sol, nos adaptaremos a las rutinas de los animales y nos iremos a dormir cuando oscurezca, pues nuestras funciones estarán terminadas, pero, si estás en la ciudad, tienes que adaptarte también al horario que te dicte tu trabajo y esperar que el instinto de las personas que nos rodean no quieran de una patada quitarte de tu puesto, y aquí el final de la jornada no lo dicta el sol, lo dictan nuestro relojes a quienes colgamos en lo alto de la pared casi como poniéndolos en un pedestal, casi como el gallo que canta en las mañanas en el campo, lo cargamos en las muñecas o los celulares como una adoración que se contempla todo el día y a la que hay que pedirle permiso para cada acción que se quiera a hacer.

Después de todo este lugar urbano que todos los días habitamos no está tan alejado de la vida campestre que creemos ajena a nosotros, cada operación que realizamos tiene un puente directo a la vida de nuestros ancestros, a sus costumbres, y por sofisticado que sea el entorno de la ciudad al final del día tenemos un rio que pasa literalmente por debajo de nuestros pies, que se esconde pero que nos sigue, nos hemos convertido en una extensión del campo, en una práctica extensión de la naturaleza, pero al final del día nuestros sagradas adoraciones, sea el sol o el reloj, serán quienes decidan en que momento nuestras funciones habrán terminado.

Escrito: Linda Catalina Villamarín.