La lectura como práctica social y cultural plantea una multiplicidad de problemas para los educadores. En el presente ensayo nos centraremos en uno muy específico: la asignación de sentido(s) dentro del ámbito escolar.
La lectura es una práctica compleja, irreductible a reglas, con un potencial infinito de asignación de significado (Barthes, 1987). Como tal, plantea problemas a las estructuras dentro de las cuales vivimos inmersos. La escuela, como institución formadora, se encuentra en constante tensión con las prácticas de lectura y la asignación de sentidos. Este hecho nos lleva a plantear ciertos interrogantes sobre los cuales reflexionar: ¿Cuántos sentidos tiene un texto? ¿Quién asigna esos sentidos? ¿Desde qué lugar? ¿Todas las lecturas son iguales? ¿Hay pluralidad de lecturas dentro del aula? ¿Qué papel cumple el docente respecto de las lecturas de sus alumnos? ¿Cómo leen esos alumnos?
Para analizar estas cuestiones, tomaremos una escena de una clase de Lengua y Literatura de 5° año. El tema de la clase en cuestión era “el Modernismo: la poesía de Rubén Darío”. En clases anteriores, la profesora había hecho una introducción al movimiento y se habían analizado poemas. Ya que la mayoría de los alumnos no habían cumplido con un trabajo asignado para esa clase, la docente decidió realizar análisis de poemas de manera oral, a modo de “práctica”.
La escena se desarrolla de la siguiente manera: la profesora llama al primer alumno, le pide que lea una estrofa y cuando termina comienza a hacerle preguntas. Esta dinámica se repite de manera casi idéntica con todo el curso. Las preguntas que les hace son siempre las mismas: ¿qué recursos utiliza el autor?, ¿el sentido es literal o metafórico?, ¿qué tono utiliza?, ¿cuál es el leitmotiv?, ¿cómo se relaciona esto con las características del movimiento que yo les conté?, ¿y con la biografía del autor? Así, van pasando uno por uno los alumnos. Cuando alguien no puede responder (¿no sabe?) o lo que dice no es lo que la docente espera (¿no es correcto?), ella misma da la respuesta. Cuando la respuesta sí es la que ella esperaba, los felicita.
En este punto, parece conveniente hacernos eco de algunos conceptos que servirán para nuestra reflexión. En primer lugar, hay que tener en cuenta que estamos trabajando con una práctica de lectura específica: lectura literaria dentro del ámbito escolar. Si bien la lectura es social y excede a la escuela, es necesario destacar que como institución la escuela posee prácticas y saberes propios que circulan dentro ella. El saber que se enseña es un saber recortado, adaptado (violentado, si se quiere) para poder ser enseñado (Chevallard, 1991). Allí, la práctica de lectura se ve modificada. Dentro del aula es el docente el que posee el saber legítimo. En nuestra escena, la profesora es la que habilita lecturas correctas y proscribe (silencia) las demás. Un alumno responde correctamente cuando da la respuesta que ella espera. Cuando no, simplemente se sigue adelante. Las lecturas alternativas de los alumnos no son tenidas en cuenta.
En la sociedad actual, lo escrito define a los sujetos, los cuales son concebidos como intérpretes pasivos, negados de creatividad, moldeados según el parecer de una elite que controla los medios culturales (De Certeau, 2000). Esta descripción se adecua bastante a lo observado en la clase: los alumnos no definen el sentido del texto, sino que pareciera que el texto los moldea a ellos (a sus lecturas). Surge la duda: ¿es el texto o es la docente? Tengamos en cuenta que la idea de que toda lectura modifica el texto al darle nuevos sentidos es, como mínimo, provocadora dentro de un contexto escolar.
Esta concepción de lectura es opuesta a otra más amplia, entendida como actividad sociocultural que relaciona múltiples actores sociales y que habilita diferentes maneras de leer. Lo que será necesario discernir es cuáles de ellas están legitimadas y por quién. En la escuela, el docente es quien cumple el rol de mediador-cultural, de figura que detenta el saber. Las lecturas de los alumnos están sostenidas por sus antecedentes socioculturales, los cuales son muchas veces subestimados en la práctica. Sin dejar de lado las lecturas de la docente, se puede pensar que los alumnos puedan asignarle sentido al texto y que lo que tengan para decir seguramente sea muy interesante.
Por otro lado, si pensamos en el saber escolar como un saber recortado, encontramos una segunda condición que limita la lectura. El proceso de “bajada” (¿transposición?) de un saber académico muchas veces se aplica mecánicamente y termina perdiendo sentido, convirtiéndose en un ritual ridículo. Sin emitir juicios de valor sobre el análisis de recursos planteados en la clase, habría que pensar qué tan productivo resultaba para los alumnos, a la hora de entender, de leer esos textos, saber si había metáforas o enumeraciones. Al pensar la lectura como una práctica escolar, de Certau (2000) nos dice que existe una relación de fuerza, en la cual los privilegiados (los maestros) se posicionan frente al resto (los alumnos) como “verdaderos intérpretes”: se transforma una lectura posible en una lectura única y se condena a las demás como heréticas o infundadas. El poder de los docentes incide en la formación de los alumnos como lectores, ya que la libertad de asignación de sentido es tensionada.
Aún así, las formas de apropiarse de la lengua escrita en un contexto escolar requieren indefectiblemente del papel activo del docente. No debemos desestimar las prácticas de construcción discursiva que pueden darse allí. El texto escrito no es estable y muchas veces suscita lecturas opuestas. Es claro que el trabajo del profesor requiere que se realice un recorte, sino su tarea sería inabarcable. Al realizar preguntas y dar indicaciones la docente puede privilegiar una cierta interpretación de un texto, que le resulte productiva a la hora de transmitir un saber. Lo que queda en duda es la necesidad de eliminar todas las demás interpretaciones. Seguramente el orientar la lectura conlleve a una práctica más simple y fácil para los alumnos, pero a costo de perder la riqueza que puede encontrarse en el texto. Quizá sería más interesante trabajar desde “la marginalidad” erudita hacia el centro del problema, creando así representaciones más ricas con las que los alumnos puedan relacionarse discursivamente.
Los alumnos, como lectores, son sujetos culturales, y la lectura es una competencia cultural que debe ser entrenada pero que no puede ser mecánicamente determinada. La lectura no sólo se extiende en los límites de la clase, sino más allá de ella. Retomaré el planteo de Barthes, quien afirma que la lectura no excede la estructura, sino que se sirve de ella y la deforma. La lectura individual de un alumno pervierte la lectura como práctica escolar al asignar sentidos diversos, aún cuando dentro del aula, esas lecturas no tengan sentido.
Escritor: Federico Gonzalo soriano