Si yo…

“Estoy triste”. Al escuchar estas palabras de Cristiano Ronaldo, a Miguel se le revolvía el estómago. “¡Cómo va a ser infeliz él!”, aseguraba mientras giraba la ruleta de su pequeña radio con auriculares para no perder la frecuencia al son que movía su cepillo de uno a otro lado de la calle para limpiar los restos que habían dejado a la puerta de un bar los aficionados que minutos antes habían visto las hazañas del madridista y compañía por la televisión.

“¿De qué se quejará?”, proseguía Miguel. “Tiene dinero, una modelo por novia y un grupo de sirvientes y ayudantes para vivir rodeado de lujos. ¡Si yo fuera futbolista, sería feliz!”, gritaba Miguel para concluir un monólogo que no era tal porque nadie le oía. La soledad de su oficio (barrendero) y la frustración por tener que trabajar hasta la madrugada para meter un salario en casa llevaban a este padre de familia a soñar con ser un Balón de Oro para que a su desempleada mujer y a sus tres hijos menores de edad no les faltara de nada.

Miguel jamás jugaba en un equipo de fútbol. Si acaso, probaba el balompié en improvisadas pachangas que se organizaban en los recreos cuando iba al colegio. Pero tenía claro que si fuera futbolista, sería feliz. Años más tarde, en otra noche de trabajo pegado a la compañía de la radio, se enteraba de que la plantilla del Racing de Santander se negaba a disputar un partido de la Copa del Rey porque la directiva del club le adeudaba varios sueldos. Poco a poco, conocía la historia del defensa al que echarían de su alquilado piso por no pagarlo, la del centrocampista al que sus padres le prestaban parte de su pensión de jubilados o la del delantero que había transformado el vestuario en su hogar porque no tenía dónde alojarse.

Entonces, la idea de ser futbolista se empezaba a borrar de la cabeza de Miguel. “¿Se puede ser feliz así?”, se cuestionaba mientras recogía unas colillas del suelo. Curiosa paradoja: su anhelo por ser un astro de la pelota para alcanzar la felicidad se consumía como un cigarrillo al ser fumado. Lo que Miguel desconocía era que él ya era futbolista más allá de los terrenos de juego. Tenía las mismas inquietudes y problemas que la mayoría de deportistas. Lo único que les diferenciaba era que ellos trabajaban en su pasión y él no. Entonces, se obligaba a reconducir el escenario: “Para ser feliz, necesito hacer algo que me guste, fijarme retos, superar obstáculos… Tener alma deportiva, al fin y al cabo. Y para eso es innecesario poseer grandes músculos”. El primer paso hacia la felicidad estaba dado. El entusiasmo era el punto de partida.

El siguiente, lo encontraba al perseguir una hoja de periódico que daba vueltas por la acera. Contenía una entrevista al entrenador Diego Simeone. “El éxito del Atlético de Madrid reside en creer y en buscar todo con el corazón y la cabeza”. Esta frase llamaba la atención de Miguel, que decidía guardarse esta cita en el bolsillo de su cazadora en lugar de arrojarla al cubo que conducía. De nuevo, otra paradoja: tirar algo o conservarlo para luchar por ello. Y luchar por ello, por los objetivos y por lo que se desea, le llevaba a la segunda clave: la constancia.

¿Momento para aplicarla? ¡Ya! Miguel decidía que acabaría su jornada laboral sin rechistar y honrando a su empleo, sin dejar, como hacía otras veces, alguna bolsa sin recoger para llegar antes a su domicilio. Pero una se hallaba junto a un mendigo que ocupaba un banco del parque por el que pasaba a diario el barrendero. Al ver que se acercaba hacia ese plástico, el vagabundo se levantaba y se lo entregaba en mano a Miguel. Sorprendido por el gesto, se atrevía a darle las gracias a aquel maloliente que portaba una estampita a la que rezaba continuamente. Sería cristiano, pero no era Ronaldo.

Le respondía el pobre antes de proseguir con sus rezos y volver a su pequeña `vivienda´. Apoyarse en los demás, aceptar la ayuda de otros, auxiliar a esos otros y sonreír pese a las circunstancias. El siguiente escalón en el camino hacia la felicidad estaba en ser amable siempre. Captado el mensaje y sin tiempo que perder, Miguel caminaba en dirección al indigente y le prestaba su abrigo para que dejara de pasar frío. En esa prenda se escondía la frase de Simeone, pero se perdía por una buena causa: compartirla.

Escritor: Roberto Benito.