Sobre La consagración de la primavera

Podríamos pensar que el estreno de La consagración de la primavera de Ígor Stravinski fue un fracaso. Como es bien sabido, la première constituye uno de los mayores escándalos de la historia de la música y, no obstante, un punto de inflexión en la concepción estética que de ella se tiene. Como dirá luego el propio autor en las conferencias dictadas en la Universidad de Harvard, las innovaciones de la partitura atañen no tanto a la disposición orquestal o a este o a aquel atrevimiento armónico, como “al ente musical” en sí.

Ahora bien, fracaso porque la obra fue abucheada por el público parisino; aquel mismo público que ya había asistido a las innovaciones de Claude Debussy y que ese mismo año vería la publicación del primer tomo de En busca del tiempo perdido de M. Proust y de Tótem y tabú de S. Freud, y en cuya ciudad se llevarían a cabo obras clave para el desarrollo de la pintura, la literatura y las ciencias.

Fracaso, porque desde que se apagaron las luces en el Théâtre des Champs-Elysées y el fagot comenzó a interpretar las agudas notas, en el límite del registro del instrumento, que dan inicio al tema lento de la Introducción, algunos de los asistentes empezaron a silbar; y para cuando el telón se alzó y la orquesta interpretó los ritmos primitivos y violentos de los Augurios de primavera, y los bailarines, en vez de hacer delicados y gráciles movimientos, comenzaron a hacer toscos pasos de ritual ancestral siguiendo la coreografía de Nijinsky, el bullicio era tal que sorprendentemente no se podían escuchar los potentes acordes de la obra.

La barahúnda no sólo provenía de los chillidos y reproches de los inconformes, sino también de las réplicas y los llamados al orden de los que querían ver y escuchar el espectáculo. Tanto fue el alboroto que, al finalizar el primer acto, Serguéi Diáguilev, fundador y director de la compañía de los Ballets rusos, hizo encender las luces para que la policía, que había sido avisada, conminara a los revoltosos a abandonar la sala. Sin embargo, una vez apagadas de nuevo, no tardó en reanudarse el bullicio, que ahora se prolongó hasta el final.

Diáguilev, que confiaba plenamente y apoyaba a su nuevo joven talento, parecía haber previsto la reacción adversa de esa noche. Su agudo sentido de los negocios y su fino tacto, lo habían obligado a ser prudente a la hora de representar en Londres las dos primeras obras de Stravinski (El Pájaro de fuego y Petrushka) que en los años precedentes habían reportado mucho éxito y habían hecho del compositor una celebridad en la vida intelectual parisina.

Estas primeras victorias, que aún se consideran como obras maestras de la música occidental, supusieron para él, no sólo el acceso a la alta intelectualidad y el hecho de conocer a los grandes músicos de la época, sino también la confianza y el entusiasmo del empresario que ahora le concedía la libertad de escoger el material de trabajo y que, al terminar una de las representaciones del Pájaro de fuego, había declarado, señalando a Stravinski: “Mírenle bien, es un hombre que está a punto de alcanzar la celebridad”.

Esa noche, empero, temiendo una mala reacción, había advertido a los bailarines que, en tal caso, conservaran la calma y continuaran con la función. También pidió a Pierre Monteux, encargado de dirigir la obra, que por ningún motivo dejara de tocar la orquesta. El resto, ya lo conocemos. Stravinski, que se hallaba entre el público, escapó malhumorado cuando comenzaron las rechiflas, y se dirigió a los bastidores, donde encontró a Nijinski trepado en una silla contando en voz alta para guiar la coreografía, y a Diáguilev acalorado y un tanto preocupado.

El escándalo de aquella primera noche nunca se repitió, ora debido al esnobismo de los otros públicos que no querían imitar el descalabro de los franceses, ora debido a que en las siguientes representaciones se incluyó un texto a manera de prólogo que explicaba la intención del autor. Ahora, al terminar el sacrificio de la virgen elegida para bailar hasta la muerte en medio de la violenta llegada de la primavera rusa, que “es como si el mundo crujiera todo entero”, al decir del autor, al terminar el rito primitivo, solemos aplaudir civilizadamente.

Pero cabe preguntarnos, como lo hace el crítico español Santiago Martín, ¿qué era lo que estaban abucheando aquella noche de mayo? ¿Las disonancias? ¿El ritmo cojo y los repentinos cambios de métrica de la obra? O más bien, como apunta el mismo crítico siguiendo los comentarios de Nicolas Roerick, el público había sido sometido por la barbarie de la obra y experimentaba las mismas emociones que veía en escena, en una suerte de catarsis. En ese sentido podemos entender lo que dicen que dijo Diáguilev entre bastidores, luego de que terminara el ballet: “Exactamente lo que yo quería”.

Escritor: Damián Rúa Valencia

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