Sobre la poesía erótica

ya Barthes nos había precavido de esto. El erotismo transfiere las propiedades fatales del placer a la esfera de lo inteligible, de lo necesariamente simbólico.. Tras un razonamiento de esta frase habríamos de decir: el erotismo es el género de lenguaje que deviene poesía. En efecto y reñidos con cualquier ilusión creacionista, la poesía es generada, es la resultante de un proceso de interpretación de los lenguajes, es un cibum, un acto efectivamente pasivo: es una impresión.

¿Existe otro viaducto que confluya en esta forma particular de praxis (por usar un término acusadamente desacralizado y tan favorable a la sociocrítica) más allá del erotismo? Dudemos. Hemos constatado que la poesía es un compuesto fuertemente corrosivo de la función comunicativa del lenguaje. El lenguaje de la poesía será siempre el lenguaje de la incomunicación. O, para apuntarlo más precisamente, se trata de una comunicación hacia adentro (adentro del lector). Este acto de extremo individualismo, de incomunicación con el otro, este poema de las propias profundidades que con verdadera sorpresa reconocemos en el exterior, en lugar de acercarnos, nos distancia, nos separa. De igual manera, el desencuentro freudiano: erotizamos porque jamás coincidiremos, jamás estaremos juntos, porque nuestras congojas análogas nos separan y nuestros cuerpos nos resultan abismos insalvables, porque mi silencio crece ante tu silencio y me obliga a mirar mi desnudez animal, mi indefensión pueril, mi soledad del mundo. La poesía condiciona un comportamiento autodestructivo, generado por una cultura del poder, hasta revertirlo en una naturaleza distinta (una naturaleza contemplativa, esencialmente determinada por lo pasivo). La poesía se coloca justo allí, en el punto donde está el silencio de la comunicación.

Lo hemos sostenido: la poesía es incapaz de ejercer cualquier función comunicativa. El erotismo, por su parte, es la liturgia que conjura los abismos del placer, sus fuerzas vernáculas y por tanto destructoras-generadoras. En ambos casos nos encontramos ante una inversión cronológica (¿cronómica?); el tiempo se detiene, como en un temple de Ucello. La poesía es el punto exponencial que se dispara hacia otro eje, en el momento humano del silencio, en el fallo de la comunicación, en el fallo de cualquier sistema de expresión humano, en el momento del orgasmo. No nos ocuparemos de discurrir sobre el tema de lo sagrado, pero sí sugerimos establecer las relaciones que pertinen a la noción de “lo divino”, pues encontraremos que sus mecanismos son idénticos.

No es lícito desde la teoría, hablar de poesía erótica sin entrar inevitablemente en el terrero vacilante de la tautología. El yerro ocurre justamente a causa de esa falsa certidumbre de que la poesía es una forma de comunicación, un material de alguna manera tangible, una idea que pasa imperturbable de autor a lector y de lector a lector y, así, ad infinitum. Es asignar una preconcepción conspicua a una práctica mucho más compleja, es mirar lo sígnico allí, donde reina el símbolo.

Y al igual que poetizamos cuando somos sujetos eróticos, asimismo erotizamos cada acto de silencio. Es innegable el valor icónico de la poesía, una aseveración que hace enfadar a los cultos iconoclastas, los cuales, aún en el empleo de la poesía, pretenden haber vencido el deseo al ídolo, a la transfiguración de las ideas. Un poema también es la estatua de Baco o la Victoria de Samotracia o la Pietá de Migue Ángel, entiéndase, pues, obras plásticas y, no obstante, intangibles. Quien habla de una poesía erótica juzga que existe una poesía no erótica. Tal cosa no es más que un juicio de valor. También cree, en consecuencia, que el acto de la seducción tiene carácter activo. Este segundo error estriba en la creencia también infundada de que la poesía ocurre, cuando, en realidad, es ocurrida.

¿Es tan enorme el esfuerzo que ha de hacer Occidente por salvar su concepción patriarcal de las jerarquías teóricas? El tema –llegado a este punto, resulta muy obvio- es mucho mayor. El tema es el amor. Erotismo y poesía o su necia separación son las religiones surgidas para servir al culto del dios adolescente. Son consecuencias de un abismo inmediatamente posterior al del caos primero, después de aquella mítica constitución del cosmos. He aquí el condicionamiento cultural más antiguamente arraigado de cuantos hay en el ejercicio del lenguaje, el cual, paradójicamente, evade la prístina función comunicativa. Como si, mitológicamente, el primer impulso humano por expresar hubiese sido un acto fallido. A ese acto le llamamos amor.

Escritor: Luis Bedoya