Tiene tres ruedas y dos puestos. Siempre pensé que era un buen vehículo, un triciclo muy bien dotado. No como los que tenían mis compañeritos en sus jardines, en sus patios traseros, que únicamente poseían un sillín. ¡No!, ¡en el mío cabíamos los tres! No sé cómo, pero conseguíamos entrar todos en sus dos sillitas.
Creía que era amarillo, es decir, yo recordaba que era del color del sol, pero no. Ahora que lo veo, es verde. Lo único amarillo son las ruedas, aunque todo parece indicar que los manillares y pedales también lo eran. Es que los primeros están como pintados con café, y los segundos… pues no están completos. De los dos que debería tener bien puestecitos, únicamente queda uno. El derecho, si no estoy mal, no sé, no estoy segura.
). Muy temprano, tan temprano como era posible, y mientras el cielo azul brillaba (porque todas las mañanas de mi infancia fueron azul cielo, y en ocasiones hasta olían a navidad), los tres salíamos al patio buscando nuestro triciclo. Nuestro fue un término impuesto y nuevo en la medida en que fuimos apareciendo. En principio, el triciclo lo compraron para mi hermana mayor, porque aunque yo ya existía, cuando ella contaba sus primeras tres primaveras, yo apenas cumplía una. Cuando llegó mi hermanito, unos 9 meses más tarde, tuvo que pasar algo más de tiempo para que fuera lo suficientemente grande como para poder jugar con nosotras, de modo que a los 7 de ella, 5 míos y 3 de él aproximadamente, por fin estuvimos listos para que fuera un triciclo para tres.
Recuerdo que jugábamos al chofer. ¿Quién era el chofer?, el más pequeño siempre, porque los más grande han de ser “llevados al mercado”. Era divertido dar una y otra, y otra vuelta más alrededor de la circunferencia chueca del patio o del salón (el salón es una especie de garaje hechizo). Era nuestra carretera dibujada y señalizada a nuestro antojo. En realidad no recuerdo
haber salido nunca de esos límites, no antes de tener una bicicleta. El triciclo giró una y otra vez en torno al automóvil gris, a la moto roja del salón y al árbol de limón del patio. Los juegos no eran muy variados, aunque aparentemente tuvieran sentido, lo digo porque ahora que le pregunto a mis hermanos a qué jugábamos con el triciclo amarillo, termino siempre desternillándome de lo insensato de cada mini puesta en escena, de cada ritual a la hora de jugar.
Mi hermano menor dice (porque por más que hago memoria yo no lo recuerdo así), que en torno a la rotonda del patio, jugábamos a recoger a dos mujeres, una de ellas (asumo que se trataba de mi interpretándolas a ambas) era esbelta y de hermosura incomparable. El conductor del vehículo entonces debía tomar una decisión, porque más adelante se encontraba con otra mujer no demasiado agraciada, y medio encorvada. ¿A quién recoger? Se preguntaba. La característica fundamental de la bella era su horrible voz, que lo sacaba corriendo, por lo que lo que parecía ser una decisión tomada sin antes preguntar a quién, cambiaba de forma inminente. Al escuchar la dulcificada y tranquilizadora voz de la chica fea entonces todo tenía sentido, y decidía a quien transportar. Digo que hay cierto grado de incoherencia en nuestra imaginación infantil, pero eran ese tipo de juegos los que salían cuando buscábamos el triciclo.
Esperar cuando se es niño no es del todo difícil, teniendo en cuenta que gran parte del tiempo hay actividades por desarrollar y juegos desencadenándose incluso sin propuesta previa. Recuerdo que alrededor de nuestro vehículo no solamente existíamos tres, sino millones de personajes. Ir a la casita (una edificación naranja hecha de madera que construimos mi papá, mis hermanos y yo en la parte trasera del patio), de vuelta a la oficina (una puerta con un timbre pintado con marcador azul que decía TIMBRE en letra torcida donde la secretaria siempre se llamaba Rosita Pindi McCall), al restaurante (una mesa con una sábana a la que denominamos mantel), a la escuela (cualquier esquina con una pared lo suficientemente oscura como para que la tiza fuera capaz de marcarla), o acercarse a cualquier otro lugar, siempre era una buena excusa para viajar. Pero no es de los pretextos para montar el triciclo de lo que se trata este párrafo. Comencé usando la palabra esperar por una razón, y es que cada cuatro o cinco meses llegaban mis primos, no éramos multitud, siempre fuimos solo cinco (el resto de familia era demasiado mayor comparada con nosotros), y con ellos se formaba “la pachanga”.
Los juegos se tornaban más ruidosos y por ende, muchísimo más divertidos. El triciclo entonces era el equivalente a una Van de esas en las que se transportan los actores de cine o los músicos reconocidos. Nos convertíamos de la nada en una Banda de Rockeritos de 7, 5 y 3 años. El triciclo para tres entonces se transformaba en un auto de grandes dimensiones que nos trasladaba al escenario lleno de luces. (el escenario era un baúl verde donde guardábamos los juguetes lo suficientemente amplio y resistente como para que cupiéramos los cinco y nuestros instrumentos de plástico, y los juegos de luces eran linternas prestadas por padres y tíos que movíamos con una mano, mientras interpretábamos nuestra música con la otra). El triciclo esperaba que el concierto terminara para regresar a su trabajo: Transportarnos, dar vueltas con uno, dos o tres de nosotros, mientras los otros dos después de ser intérpretes, cantantes, guitarristas o bajistas zurdos, bajaban y asumían la pose de escoltas.
Las curiosidades no paran al recordar ¿Quién más tenía un triciclo de dos puestos para tres? Era bien sabido que durante cierta época del año, a los niños del kínder se les pedía ¡por favor! que llevaran un juguete. Mi hermanito se aprovechaba de su afortunada situación, un triciclo de dos puestos era todo un acontecimiento. El jardín de niños brillaba con nueva luz, porque todos querían tener que ver algo con el carricoche verde prado, las niñas eran cargadas y llevadas dentro de los límites de la estancia por los niños que asumían su posición de motociclistas “matadores” en miniatura. Cuántas risitas por lo bajo provocó, nadie se tomó la tarea de contarlas, pero ahora que somos grandes, sabemos que fueron muchas.
El tiempo pasaba, y año tras año el triciclo sufrió las transiciones que la edad, la época y hasta las condiciones climáticas suscitaban. Lluvias, soles aterradores, inundaciones navideñas, fríos nocturnos, y hasta los cientos de perros que han vivido su vida en el patio trasero, marcaron pequeñas vetas que hoy siendo cicatrices, nos ofrecen un recuerdo tras otro. Los días pasaban, los juegos avanzaban, los niños crecían, y al tocar la adolescencia el triciclo fue guardado en el taller (mucho más al fondo de toda habitación, cruzando el patio, existe una cueva llena de herramientas y otros objetos, una especie de cuarto de San Alejo). Allí fue a parar nuestro dichoso triciclo. Años vinieron y se fueron, el triciclo solitario esperó.
Jamás concebí ni la más mínima posibilidad de estar sentada haciendo memoria hoy, intentando recordar tan precisamente como mi memoria permitiera lo que ese triciclo significó para mí y mis dos hermanos. Los recuerdos son borrosos, pero no las emociones. Algo salta dentro de mi pecho al descubrir mi felicidad infantil camuflada bajo la forma de un objeto tan bello, tan hermoso, tan especial.
Hoy, gracias a la existencia de este pequeño objeto cierro los ojos para sonreír. Un objeto que cargado por mí, se convirtió en la misma manifestación del microcosmos de experiencias que acumulé durante los primeros 7 u 8 años de mi vida, me procura el precedente, el pretexto perfecto para hacer de mis recuerdos arte, y así formar enlaces con otros que al igual que yo, fueron niños, y en sus más puros recuerdos habrán de encontrar bajo una luz un objeto: SU TRICICLO.
Escritor: Maria Alejandra Acosta