Había llegado el día. Estaba frente al counter requerido, esperando para el check-in. Mis piernas temblaban tanto como mis manos, la sudoración excesiva estropeaba el tenue maquillaje escogido para ese día, para el gran día.
Iniciaría una experiencia que duraría poco más de un año; muchas eran las preguntas que rondaban mi cabeza con respecto a tan esperado viaje: ¿Mejoraría mi desempeño en el idioma inglés? ¿Experimentaría ese sentimiento de homesick, del que hablan en las películas y del que poco entiendo? ¿Y si me queda gustando y no quiero regresar? Tratando de evitar un colapso mental con tanta pregunta suelta, me contesté: “Las respuestas se encontrarán en el camino, cálmate y termina el registro”.
La despedida tuvo matices dramáticos pero no cobrarían tanta importancia comparados con la emoción que me produjo la llegada. Todo era nuevo para mí, el idioma, la gente, las costumbres, la moneda, absolutamente todo. En ocasiones, escucho en las películas la expresión “parecía un venado asustado” pero no la entendía; trataba de imaginar uno asustado y… nada, realmente no la entendía. Pero ese día, por fin llegó a mi mente la imagen clara de un venado asustado, era yo en un país nuevo.
El miedo que se puede experimentar ante tal cambio es inevitable, es cuestión de tiempo adaptarse y prepararse para ello. El mundo es una amplia escuela que está allí, esperando ser explorada y las culturas que le habitan son las mejores maestras que pudiésemos tener. La mía sería una maestra Caribeña, hablaba un inglés bastante particular que puso a prueba mis conocimientos gramaticales de maneras sorprendentes.
“Gyal, yuh wah sum?” De nuevo el venado asustado, no entendía una palabra de las emitidas hacia mí, bueno, creía que así era porque aquel hombre me observaba con actitud de esperar una respuesta de mi parte. El venado no contestaba hasta que un conocido bilingüe me tradujo este nuevo inglés: “Girl, do you want some?” Se me ofrecía un platillo típico hecho a base de garbanzo, mango y tortillas de harina con huevo, lo observaba y recordaba cómo de niña lloraba cuando mamá informaba que los garbanzos estaban listos. Reiteradamente las preguntas me confrontaban ¿Cómo digo, sin ser descortés, que no me gusta el garbanzo? ¿El mango ocultará el sabor del garbanzo? ¿Y si me queda gustando?
Estoy en un lugar nuevo, repetía mentalmente, hasta los sabores podrían ser nuevos, así que a intentar. Vino una mordida, seguida de otra, y para cuando me di cuenta el platillo había desaparecido. Había encontrado gusto en él, un gusto diferente, porque era el gusto hallado en algo que me había arrebatado varias lágrimas durante mi infancia.
Ya no era momento de comer, era hora de bailar. Observando estas prácticas ya no era un venado asustado, no señor, era el venado más avergonzado del bosque. El baile invadía el espacio íntimo, dicho en términos de proxemia, e instaba al contacto cercano de cinturas y caderas, tanto femeninas como masculinas. Una invitación a bailar llegó de la mano de un desconocido y es aquí donde, más oportuna que nunca, aparece la cara del venado asustado y fue contundente para que aquel desistiera de ella. Mi pudor Colombiano no me permitía acceder a esto, ni siquiera el más romántico de los vallenatos alcanzaba tal cercanía con alguien, y esto hacía que el rubor subiera a mis mejillas y permaneciera allí, como huésped perpetuo.
Por otro lado, era muy realista y notaba que mis movimientos de caderas no eran profesionales como los de estas mujeres caribeñas, esto aunque viniera de la misma tierra en la que las caderas de Shakira no mienten y, por el contrario, son de movimientos categóricos y reconocidos ante los ojos del mundo. Así que mi vergüenza de bailar de tal manera era ahora vergüenza de pensar que pudiera “no dar la talla”. De nuevo llegó a mí la idea de que todo esto era una novedad y debía intentarlo, al igual que la duda de: ¿Y si me queda gustando? Esta vez fue fácil de contestar: No, definitivamente no. Las posibilidades de gusto eran nulas, no me podía gustar algo que, según yo, alteraba mi paradigma de pudor y decencia.
Lo intenté, bailé una canción, luego otra, y al terminar esta última noté que eran las 6 a.m., es decir, había bailado toda la noche. Me había gustado tanto que ya planeaba cómo enseñar tan particular baile a mis familiares y conocidos colombianos.
Había superado con honores pruebas de comida, idioma y baile, por mencionar algunas. Para ese momento hablaba como ellos, comía lo que ellos y bailaba como ellos, esto lo seguía intentando, buscando ese movimiento de cadera específico que faltaba para ser una de ellos.
Ahora, mi mente realizaba un recorrido de lo que había sido esta experiencia de aprendizaje, lo hacía mientras estaba de nuevo frente al counter, en proceso de check-in, ahora de regreso. Allí no quedaban valiosos recuerdos y anécdotas, estos estaban en mi cabeza, en las fotos, en las maletas, el doble de las que había traído de Colombia, por lo que también queda el recuerdo de un valiosísimo exceso de equipaje que tuve que pagar.
Me despedía de un lugar que me mantuvo en proceso de aprendizaje desde el primer hasta el último día que estuve allí, de un lugar que me acogió e hizo lo posible por mantenerme cómoda brindándome espacios agradables. Un lugar que me hizo preguntarme varias veces lo mismo: ¿Y si me queda gustando? Pero que la misma cantidad de veces me animó a intentar probar lo nuevo, aclaro que sucedía siempre y cuando no fuese en contra de mi bienestar físico y mental; y que finalmente, me dio la conclusión de que al terminar cada experiencia, se vencen miedos, se aprende a enfrentar diversas situaciones, se sortean obstáculos y que lo más riesgoso que podría pasar en un país nuevo, lleno de nuevas experiencias es que… te quede gustando.
Escritor: Johanna Peñaloza Moreno
Los comentarios están cerrados.