No hay nada como estrenar unos buenos zapatos, levantarse una mañana, abrir la caja como si algo mágico fuese a ocurrir, como si te esperase una gran sorpresa –aunque sepas que ahí solo hay un par de zapatos-, como si esos zapatos te estuvieran esperando para decirte algo, como si…
Entonces los coges, los hueles –mmmm, huele a nuevo-, no sin antes acariciar su suela. Sí, sí, está lisa, totalmente lisa, ni una rozadura, ni una mancha, ni una pequeña piedrecita. Sabes que tú eres la primera, su virginidad te pertenece. Y ahora sí, llegó el gran momento, ese esperadísimo momento, tu momento de gloria absoluta. Arrancas el plástico de la suela como vagina expropiada de su integridad al arrancarle su membrana y, ¡ta, ta, ta, chan!, tus pies ya están dentro de ellos. Qué sensación, cuánta paz, están un poco fríos pero no importa, un minuto de espera y comenzarán a estar calentitos.
Así, con tu pie a temperatura estándar, comienza la rueda de reconocimiento. Todo el mundo sabe que no es lo mismo verlos de frente que de perfil, y mucho menos de perfil por el lado interno que de perfil por el lado externo, por eso es absolutamente necesario mirarlos desde distintos ángulos. Ya te has mirado los pies durante unos diez minutos y corres hacia el gran espejo –que sea de cuerpo entero, aunque solo vayas a mirarte los pies-, pues solo él podrá darte el visto bueno; eso sí, que no se entere de que llevas varios días decidiendo con qué ropa combinarían mejor, pues quedaría poco profesional que alguien como tú dudase de que la adquisición de esos zapatos se hizo sin tener en cuenta la ropa de tu armario.
Definitivamente has acertado, tu espejo lo confirma, te sientes más alta, más estilizada, más bella, más atractiva…, sí, hoy estás cañón. Y es en ese preciso instante cuando sientes que ya estás lista para salir a la calle. Cierras la puerta de casa y, mientras giras la llave, te miras los pies tus nuevos zapatos no merecen menos atención-, sin duda son los responsables de que hoy brilles como una estrella.
Una vez en la calle, comienzas a andar y, bueno, no son demasiado cómodos pero son nuevos. Ya se adaptarán a tus pies, solo te rozan un poquito, aguantarás, es muy poquito. Quizás si les pones una plantilla…, o tal vez si llevases un calcetín más fino, aunque es invierno y puede que pierdas la sensibilidad de algún dedo. Total, si tampoco pensabas ponértelos mucho. Qué más da, los compraste porque llevabas toda tu vida esperando unos zapatos así, sí, toda tu vida, tú los habías imaginado pero hasta ahora no habían sido creados.
Lo importante es que son nuevos y sabes que gracias a ellos ahora estás más cerca de esas malditas modelos que los lucen con tanto glamour, con esos trajes que solo sirven para salir a la pasarela porque mezclan jerséis de lana con bikinis de licra, botas de invierno con shorts sin medias, abrigos de paño de manga corta con camisas de seda, forros polares con sandalias…, y es que se ven tan monas.
En ese momento miras tus zapatos nuevos y te das cuenta de la realidad, ya eres una chica “fashion”, ya vas a la última, tu “outfit” es perfecto, con ese “look boho” estás “in”, tus pies llevan un “must”, un “it” y todos esos anglicismos que te dijeron: “¡cómpralos, cómpralos, cómpralos!”. Hasta tu forma de andar ha cambiado, y no porque ese pequeño rocecito esté mutando a gran ampolla, sino porque hoy puedes comerte el mundo, nada puede fastidiarte el día, hoy estrenas zapatos.
Escritor: Lola González Sánchez